viernes, 1 de mayo de 2020

3 CAPITULO LO QUE EL VIENTO SE LLEVO

Llegó mayo de 1864 —un mayo seco y ardiente que agostaba los capullos en flor— y los yanquis, al mando del general Sherman, invadieron de nuevo Georgia, más arriba de Dalton, ciento sesenta kilómetros al noroeste de Atlanta. Corría el rumor de que se preparaban grandes combates en la frontera de Georgia y en Tennessee. Los yanquis concentraban a sus fuerzas para atacar el ferrocarril Atlántico-Oeste, la línea que enlazaba Atlanta con Occidente y con Tennessee, la misma por la que las tropas del Sur se habían precipitado el pasado otoño para lograr la victoria de Chickamauga.
Pero, en general, la población de Atlanta no veía con inquietud la perspectiva de una batalla cerca de Dalton. El lugar donde los yanquis se concentraban estaban muy pocos kilómetros al sudeste del campo de batalla de Chickamauga. Y puesto que de allí habían sido rechazados ya una vez cuando trataban de colarse por los desfiladeros de la región, se daba por hecho que ahora se los haría retroceder de nuevo.
Atlanta —y toda Georgia— sabía bien que, dada la importancia que la Confederación otorgaba al Estado, el general Joe Johnston no podía permitir a los yanquis permanecer largo tiempo en sus fronteras. El viejo Joe y su ejército no consentirían que ni un solo yanqui avanzase hacia el Sur, desde Dalton, por los muchos asuntos que dependían de que todo marchase bien en Georgia. El Estado, intacto hasta entonces, era un vasto granero, una inmensa fábrica y un nutrido almacén de la Confederación. Allí se fabricaba gran parte de la pólvora y de las armas usadas por el Ejército y se manufacturaba la mayoría de los tejidos de lana y algodón. Entre Atlanta y Dalton estaba la ciudad de Roma, con su fundición de cañones, así como Etowah y Allatoona, con los mayores talleres metalúrgicos que había al sur de Richmond. Y en Atlanta no sólo radicaban las fábricas de pistolas y sillas de montar, de tiendas y de municiones, sino también los mayores talleres de laminado, los de los principales ferrocarriles y los más grandes hospitales.
Además, Atlanta era la encrucijada de las cuatro vías férreas que sostenían, en rigor, la vida de la Confederación del Sur.
Así que nadie experimentó una inquietud excesiva. Al fin y al cabo, Dalton estaba lejos, en los confines de Tennessee. Como en Tennessee hacía tres años que se luchaba, la gente se había acostumbrado a pensar en aquel Estado como en un campo de batalla remoto, casi tanto como Virginia o las orillas del Mississippi. Además, entre los yanquis y Atlanta estaba el viejo Joe con sus hombres, y nadie ignoraba que después del general Lee, una vez muerto Stonewall Jackson, no había general más ilustre que Johnston.
Una tarde de mayo, en la terraza de la casa de la tía Pitty, el doctor Meade resumió el punto de vista de la población civil sobre el asunto, diciendo que Atlanta no tenía nada que temer, ya que el general Johnston cerraba las montañas como un férreo baluarte. Quienes le escuchaban experimentaron emociones diversas, pues mientras se balanceaban ante el crepúsculo, atentos al mágico vuelo de las primeras luciérnagas en la penumbra, sopesaban en sus mentes importantes asuntos. La señora Meade, con la mano apoyada en el brazo de Phil, deseaba que su marido tuviese razón. Sabía que si la guerra se aproximaba, Phil tendría que ir al frente. Tenía dieciséis años y servía en la Guardia Territorial. Fanny Elsing, pálida y con los ojos hundidos desde lo de Gettysburg, procuraba expulsar de su mente la torturadora imagen que la obsesionaba desde meses atrás: el teniente Dallas McLure agonizando en una traqueteante carreta de bueyes, bajo la lluvia, en la larga y terrible retirada de Maryland.
Al capitán Carey Ashburn le dolía de nuevo el brazo inútil y le deprimía el pensamiento de que la conquista de Scarlett siguiera estancada. La situación se mantenía desde que llegaran las noticias del cautiverio de Ashley Wilkes, pero Carey no acertaba a relacionar aquellos dos acontecimientos. Scarlett y Melanie, por su parte, pensaban en Ashley, como hacían siempre, salvo cuando alguna gente, tarea o la necesidad de intervenir en una conversación las obligaba a olvidarlo por un momento, Scarlett pensaba, con amargo desconsuelo: «Debe de haber muerto. Si no, sabríamos algo de él.» Melanie se esforzaba una y otra vez en rechazar el temor que la invadía en el curso de las interminables horas de íncertidumbre: «No puede haber muerto... Yo lo presentiría..., lo sabría...» Rhett Butler, en la sombra, cruzaba negligentemente sus largas piernas, de pies elegantemente calzados, y su rostro moreno permanecía impenetrable. Wade dormía tranquilo en sus brazos con un huesecillo muy limpio en su manita, como un talismán. Cuando estaba Rhett, Scarlett permitía que Wade se acostara tarde, porque el tímido niño quería a Butler y éste, por extraño que pudiera parecer, sentía afecto por él. En general, a Scarlett le desagradaba la presencia del niño; pero éste siempre se comportaba bien cuando estaba en brazos de Rhett. En cuanto a tía Pitty, se esforzaba nerviosamente en disimular un eructo, provocado por la digestión del gallo viejo y correoso que habían cenado.
Aquella mañana, tía Pitty había tomado la penosa decisión de que valía más matar al patriarca del corral que dejarlo morir de viejo y añorando su harén, devorado largo tiempo atrás. Hacía días que el gallo recorría, con la cresta gacha, el solitario gallinero. Cuando el tío Peter le hubo retorcido el cuello, tía Pitty sintió remordimientos al pensar, mientras la familia iba a regalarse con el ave, que muchos de sus amigos llevaban semanas sin comer pollo, y sugirió que invitaran a algunos a la cena. Melanie, que se hallaba en el quinto mes y que no salía nunca, ni recibía invitados desde hacía semanas, se espantó ante tal idea. Pero tía Pitty se mantuvo firme por una vez. Sería un gran egoísmo comerse el gallo solas. Y si Melanie se subía un poco más el aro del miriñaque, nadie notaría nada, ya que aún era muy lisa de busto.
—Pero, tía, yo no quiero ver a nadie mientra Ashley...
—No es igual que si... que si Ashley hubiese fallecido —repuso tía Pitty, no sin un temblor en la voz, pues estaba segura de que Ashley había muerto—. Está tan vivo como tú. Y a ti te conviene tener compañía. Invitaré también a Fanny Elsing. La señora Elsing me ha rogado que haga lo posible para animarla y para que vea a gente.
—Tía, es cruel obligarla cuando hace tan poco que Dallas ha muerto, y...
—Melanie, no me irrites. Me sentiré vejada si te opones. Creo que soy tu tía, ¿verdad? Pues yo sé mejor que tú lo que conviene y quiero celebrar una reunión.
Tía Pitty celebró la reunión, en efecto, aumentada por un huésped que llegó en el último minuto y al que nadie esperaba ni deseaba. En el preciso momento en que el olor del asado llenaba la casa, Rhett Butler, que regresaba de uno de sus misteriosos viajes, llamó a la puerta. Llevaba bajo el brazo una gran caja de bombones envuelta en papel de encaje y un montón de intencionados cumplidos para tía Pitty. No había más remedio que invitarlo a quedarse, aunque tía Pitty sabía perfectamente la opinión que el doctor y su esposa tenían acerca de él y el encono que Fanny experimentaba contra cualquiera que no vistiera uniforme. Sin duda, ni los Meade ni los Elsing le hubiera hablado en la calle; pero en casa de unos amigos comunes tenían que ser atentos con él. Además, Rhett estaba más firmemente que nunca bajo la protección de la frágil Melanie. Desde que él se preocupara de averiguar noticias de Ashley, Melanie había declarado públicamente que su casa estaría abierta para Butler de por vida, por muchos comentarios que hicieran los demás.
El desasosiego de tía Pitty se calmó al ver que Butler se comportaba del mejor modo posible. Dedicó a Fanny tantas deferencias que incluso logró que ella le sonriese. Y la cena transcurrió perfectamente. Fue un festín principesco. Carey Ashburn llevó una cantidad de té que había encontrado, camino de Andersonville, en la tabaquera de un yanqui capturado, y cada uno pudo tomar una taza de infusión, si bien levemente aromatizada a tabaco. Cada uno recibió una porción del viejo y correoso gallo, una regular guarnición de harina sazonada con cebolla, un plato de guisantes secos y abundancia de arroz y salsa, si bien ésta un poco clara, por falta de harina suficiente para darle espesor. Como postre, se sirvió un pastel de batata, seguido por los bombones de Rhett, y cuando éste sacó auténticos habanos para que los señores fumasen mientras bebían sus vasos de licor de moras, todos admitieron que el banquete había sido digno de Lúculo.
Cuando los caballeros se unieron a las señoras en el pórtico de la terraza, la conversación versó sobre la guerra. Entonces se hablaba siempre de lo mismo. Toda charla, todo tema, nacía o acababa a raíz de algún asunto de la guerra. Ora se trataba de sus aspectos tristes, ora de los alegres, pero siempre de la guerra. Idilios de guerra, bodas de guerra, muertes en los hospitales o en el campo, episodios de campamento, marcha y batalla; actos de arrojo o de cobardía, contento, depresión, privaciones y esperanzas. Las esperanzas persistían siempre, firmes a pesar de las derrotas del verano anterior.
Cuando el capitán Ashburn anunció que había solicitado con éxito el traslado de Atlanta al ejército de Dalton, las damas besaron con la mirada su brazo inútil y disimularon el orgullo que les inspiraba declarando que él no podía marchar, porque, en tal caso, ¿quién estaría allí para dedicarles su atención?
El joven Carey se mostró turbado y complacido al oír tales afirmaciones de aquellas matronas y solteronas, como lo eran, respectivamente, la señora Meade y Melanie, la tía Pitty y Fanny, y deseó que los elogios de Scarlett fueran sinceros.
—¡Bah! No tardará en volver —dijo el doctor Meade, pasando un brazo sobre el hombro de Carey—. Bastará una batalla para que los yanquis huyan a la desbandada hacia Tennessee. Y cuando lleguen allí, ya se encargará de ellos el general Forrest. No se alarmen, señoras, con motivo de la proximidad de los yanquis, porque el general Johnston y su ejército cierran las montañas como un férreo baluarte. ¡Sí, un férreo baluarte! —repitió, subrayando la expresión—. Sherman no pasará. Nunca logrará sacar de sus posiciones al viejo Joe.
Las señoras aprobaron sonriendo, porque la más insignificante opinión del doctor pasaba por verdad indiscutible. Al fin y al cabo, los hombres entendían de aquellas cosas mucho más que las mujeres, y si Meade decía que el general Johnston era un férreo baluarte, debía serlo sin duda. Sólo Rhett tomó la palabra. Desde que acabara la cena había permanecido en silencio, sentado en la penumbra crepuscular, escuchando la charla sobre la guerra, con la boca contraída en una mueca, sin dejar de sostener al niño dormido apoyado en su hombro.
—¿No se dice que Sherman dispone de unos cien mil hombres ahora que acaba de recibir refuerzos?
El doctor le contestó secamente. Había atravesado una dura prueba desde que, al llegar a la casa, encontrara a aquel hombre por quien sentía tan viva aversión, viéndose obligado a comer en su compañía. Sólo el respeto debido a Pittypat y el hallarse bajo su techo le había impedido exteriorizar sus sentimientos más abiertamente. —¿Y qué, señor? —gruñó como respuesta.
—Que creo que el capitán Ashburn ha dicho hace un momento que el general Johnston tenía unos cuarenta mil hombres, contando los desertores a quienes la última victoria ha animado a volver a sus compañías.
—Señor —dijo la señora Meade, indignada—. En el Ejército confederado no hay desertores.
—Perdón —se excusó Rhett, con burlona humildad—. Me refería a los miles de hombres con permiso que se olvidan de volver a sus regimientos y a los que, curados de sus heridas hace seis meses, continúan en sus casas ocupándose de las labores agrícolas de primavera o de sus otros quehaceres habituales.
Sus ojos relampaguearon, irónicos. La señora Meade se mordió los labios. Scarlett se hubiera reído de buena gana de su derrota y de lo limpiamente que Rhett la había hecho callar. Había, en efecto, centenares de hombres escondidos en los pantanos y en las montañas, que desafiaban a la Guardia Nacional a que los obligase a volver a filas. Entre ellos algunos afirmaban que aquélla era «una guerra de ricos hecha por pobres» y que estaban hartos de ella; pero la mayoría eran simplemente hombres que, aunque figuraban como desertores en las listas de sus compañías, distaban mucho de tener la intención de desertar permanentemente. Eran quienes en tres años no habían obtenido una sola licencia, mientras recibían de sus casas cartas en las que, escrito con pésima ortografía, solía leerse: «Tenemos ambre. Este año no ay cosecha. No ay quien haré... Tenemos ambre. Los comisarios se yevan los cochiniyos y ace meses que no recibimos dinero tullo... No bibimos más que de guisantes secos.»
Aquel coro repetía, cada vez más alto: «Todos estamos ambrientos: tu mujer, tus ijos, tus padres. ¿Cuando acabará esto? ¿Cuando volverás ha casa? Estamos hambrientos, hambrientos...» Y cuando en el Ejército, cuyos efectivos disminuían rápidamente, se denegaban permisos, aquellos soldados se iban sin licencia, para arar sus tierras y recoger sus cosechas, reparar sus casas y reconstruir sus cercados. Los oficiales se hacían cargo de la situación y, si preveían una batalla enconada, escribían a aquellos hombres diciéndoles que se reincorporasen a sus compañías y que no se les molestaría para nada. Generalmente, los hombres volvían tras asegurarse de que su familia no pasaría hambre durante los meses inmediatos. Los «permisos para labrar» no eran considerados a la misma luz que una deserción ante el enemigo, pero debilitaban al Ejército en la misma medida.
El doctor Meade se apresuró a llenar el vacío de la desagradable pausa que siguió, diciendo secamente:
—Capitán Butler: la diferencia numérica entre nuestras fuerzas y las del Norte no ha importado nunca. Un confederado vale por doce yanquis.
Las señoras asintieron. Era notorio para todos.
—Eso era cierto al principio de la guerra —dijo .Rhett—. Acaso lo sería todavía si los confederados tuviesen munición para sus fusiles, calzado para sus pies y alimentos para su estómago. ¿Verdad, capitán Ashburn?
Su voz seguía sonando dulce, llena de insidiosa humildad. Carey Ashburn parecía molesto, pues también a él le desagradaba Butler. Gustosamente se hubiera puesto al lado del doctor, pero no podía hacerlo. La razón por la que había solicitado que lo trasladasen al frente, a pesar de su brazo inútil, era la conciencia de que la situación era difícil, algo que la población civil ignoraba. Había otros muchos hombres que, cojeando sobre una pata de palo, o con un ojo, algunos dedos o un brazo perdidos, volvían, silenciosamente, desde el comisariado, los servicios de hospitales, correos y ferrocarriles, a sus antiguas unidades de combate, porque les constaba que el viejo Joe necesitaba a todos los hombres disponibles.
Carey no dijo, pues, una sola palabra. En cambio, el doctor Meade, perdiendo el dominio de sí mismo, tronaba:
—Nuestros hombres han luchado ya sin calzado y sin alimento y han ganado victorias. ¡Y ahora volverán a luchar y a vencer! Le digo que el general Johnston no será vencido. Los desfiladeros han sido siempre, desde los tiempos antiguos, el refugio de los pueblos fuertes que sufren una invasión. Acuérdese de... de las Termopilas...
Scarlett se esforzó en comprender, pero no pudo. Las Termopilas no decían nada a su mente.
—Los defensores de las Termopilas murieron todos, ¿verdad, doctor? —preguntó Rhett, haciendo una mueca para contener la risa que asomaba a sus labios.
—¿Pretende insultarme, joven? —¡Por Dios, doctor! No me comprende usted. Me limitaba a pedirle detalles. Recuerdo pésimamente la historia antigua.
—Si es necesario, morirá hasta el último hombre de nuestro Ejército antes de permitir que los yanquis avancen hacia el interior de Georgia —replicó el doctor con acritud—. Pero no hará falta. Bastará un encuentro para que sean arrojados de Georgia.
Tía Pittypat se levantó apresuradamente y rogó a Scarlett que cantase y tocase algo al piano, Veía que la conversación se deslizaba de un modo amenazador hacia aguas profundas y turbulentas. ¡Bien sabía ella que invitar a Rhett a comer traería complicaciones! Siempre surgían disgustos cuando él estaba presente. No comprendía cómo, pero el caso era que ocurrían. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué podría Scarlett encontrar de agradable en aquel hombre? ¿Y cómo podía la pobrecita Melanie defenderlo?
Cuando Scarlett, obediente, entró en el salón, invadió la terraza un silencio, en el que latía una airada repulsa contra Rhett. ¿Cómo era posible que hubiera quien no creyese en la invencibilidad de Johnston y sus hombres? Creerlo así era un deber sagrado. Y aquellos traidores que tuviesen el descaro de no creerlo, lo mínimo que podían hacer era Cerrar la boca.
Scarlett arrancó al teclado algunos acordes y su voz llegó hasta ellos desde el salón, entonando, dulce y tristemente, la letra de una canción popular:
A un hospital de sangre de encahdas paredes, donde muchos soldados moribundos yacían con heridas de bala, granada o bayoneta, el novio de una joven fue conducido un día.
¡El novio de una joven! ¡Adolescente y bravo! ¡Cómo abruma el cansancio su dulce cara pálida! ¡Quépronto apagará la tierra de la tumba la luz desfalleciente de su juvenil gracia!
—«Están sus rizos de oro húmedos y enredados...» —siguió entonando la insegura voz de soprano de Scarlett.
Pero Fanny se incorporó a medias en su silla y dijo, con voz débil y ahogada:
—¡Canta otra cosa!
El piano enmudeció súbitamente porque Scarlett había quedado abrumada de sorpresa y turbación. Luego, apresuradamente, entonó los primeros acordes de Guerrera gris; pero se interrumpió, emitiendo una nota falsa, al recordar que también aquella canción era muy dolorosa. El piano volvió a guardar silencio y Scarlett quedó desconcertada. No recordaba aire alguno que no hablase de muerte, despedida y tristeza.
Rhett se levantó ágilmente, depositó a Wade en el regazo de Fanny y entró en el salón.
—Toque Mi viejo Kentucky —sugirió en voz baja.
Scarlett, agradecida, inició la canción. A su voz se unió la excelente voz de bajo de Rhett, y ya desde el segundo verso los que estaban en la terraza respiraron más aliviados, aunque en verdad no podía decirse que se tratara de una melodía alegre:
Sólo unos pocos días de soportar la carga,
la carga que ya nunca nos será ligera...
Algunos vacilantes pasos en el camino,
¡y luego buenas noches, mi Kentucky, mi hogar!.
La predicción del doctor Meade resultó cierta... en parte. Johnston permaneció firme, en efecto, en las montañas, a ciento sesenta kilómetros de Atlanta, como un férreo baluarte. Con tanta firmeza resistió y tan reciamente repelió el intento de Sherman de forzar el paso del valle hacia Atlanta que al fin los yanquis se retiraron y celebraron consejo. A continuación, en vista de la imposibilidad de romper las líneas grises mediante un ataque frontal, se pusieron en marcha al amparo de la noche y avanzaron en semicírculo a través de los desfiladeros, esperando atacar a Johnston por la retaguardia y cortar el ferrocarril a sus espaldas, en Resaca, veinticinco kilómetros más abajo de Dalton.
Al ver en peligro aquel precioso camino de hierro, los confederados abandonaron las trincheras que tan desesperadamente habían defendido y, a la luz de las estrellas, se dirigieron a Resaca a marchas forzadas por el camino más corto. Cuando los yanquis, bajando de los montes, cayeron sobre los sudistas, éstos los aguardaban, tras nuevos parapetos, montadas las baterías y relampagueantes las bayonetas, como sucediera en Dalton.
Cuando los heridos de Dalton dieron noticias, no siempre coherentes, de la retirada del viejo Joe a Resaca, Atlanta se sintió sorprendida y un tanto turbada. Fue como si una oscura nubécula apareciese hacia el noroeste, la primera nubécula de una tormenta estival. ¿En qué pensaba el general al consentir que los yanquis penetrasen treinta kilómetros más en el interior de Georgia? Como el doctor Meade decía, las montañas eran fortalezas naturales. ¿Por qué el viejo Joe no había detenido ante ellas a los yanquis?
Johnston luchó desesperadamente en Resaca y rechazó a los yanquis de nuevo; pero Sherman, mediante idéntico movimiento de flanqueo, desplegó su numeroso ejército en otro semicírculo, cruzó el río Oostanaula y otra vez atacó el ferrocarril a espaldas de los confederados. De nuevo las tropas grises abandonaron rápidamente sus trincheras de tierra rojiza para defender la vía férrea y, agotados por la falta de sueño, rendidos por las marchas y los combates, y hambrientos, como siempre, realizaron otra marcha acelerada, valle abajo. Alcanzaron la pequeña población de Calhoun, unos diez kilómetros al sur de Resaca, tomaron posiciones ante los yanquis, se atrincheraron y, cuando el enemigo atacó, estaban preparados ya para rechazarlo. El ataque provocó un duro encuentro y los yanquis fueron repelidos. Los sudistas, extenuados, necesitaban un poco de respiro y descanso; pero no lo tuvieron. Sherman avanzaba inexorablemente, paso a paso, desplegando su ejército en torno al enemigo en una línea curva muy amplia y forzando de nuevo a los sudistas a retirarse para defender la línea férrea que quedaba tras ellos.
Los confederados marchaban medio dormidos, demasiado fatigados la mayoría para poder pensar siquiera. Pero, aunque hubiesen pensado, habrían seguido confiando en el viejo Joe. Sabían que se retiraban, pero sabían que no habían sido derrotados. Lo que ocurría era que no disponían de bastantes hombres para defender sus posiciones y a la vez impedir los movimientos de flanqueo de Sherman. Siempre que los yanquis presentaban combate, los confederados lograban ventaja. Pero resultaba imposible prever cuál iba a ser el final de aquella retirada. El viejo Joe sabía lo que se hacía, y esto les bastaba. Había dirigido la retirada con magistral destreza, perdiendo muy pocos hombres, mientras que los yanquis muertos o capturados eran numerosos. Los sudistas no abandonaron un solo furgón y únicamente perdieron cuatro cañones. Y, sobre todo, conservaban el ferrocarril que se extendía a sus espaldas. A pesar de sus numerosos ataques frontales, cargas de caballería y movimientos laterales, Sherman no había logrado tocar la vía férrea ni con un dedo.
¡El ferrocarril! Sí: aún era de los sudistas aquella delgada cinta de hierro que descendía por el soleado valle hacia Atlanta. Cuando los hombres se tendían a dormir veían serpentear los rieles, brillando débilmente a la luz de las estrellas. Y cuando caían, para morir, la última visión que distinguían sus ojos velados eran los raíles refulgiendo bajo el sol implacable que lanzaba bocanadas de calor a lo largo de la línea. A medida que los grises bajaban por el valle, un ejército de refugiados los precedía. Plantadores y granjeros, ricos y pobres, blancos y negros, mujeres y niños, viejos, moribundos, enfermos, heridos, mujeres embarazadas, se apiñaban en el camino de Atlanta, huían en tren, a pie, a caballo, en coches y furgones cargados de baúles y enseres domésticos. Unos ocho kilómetros por delante del Ejército en retirada, caminaban los refugiados, para detenerse en Resaca, en Calhoun, en Kingston, esperando en cada parada saber que los yanquis habían sido rechazados y que ellos podían tornar a sus hogares. Pero era imposible volver a emprender en sentido inverso la ruta, ardiente de sol. Las tropas grises pasaban ante casas vacías, granjas desiertas, solitarias cabanas con las puertas entornadas. Aquí y allá se encontraban alguna mujer sola, con un grupo de atemorizados esclavos, y todos salían al camino a saludar a las tropas, llevando vasijas de agua de pozo para los hombres sedientos, vendando a los heridos y enterrando a los muertos en sus propios cementerios familiares. Pero la mayor parte del valle soleado estaba desierto y abandonado, y las cosechas, desatendidas, se agostaban en los campos desolados.
Desbordado otra vez de flanco en Calhoun, Johnston retrocedió a Adairsville, donde hubo vivos combates; luego, a Cassville, y después, al sur de Cartersville. ¡Y el enemigo había avanzado cien kilómetros desde Dalton! En New Hope Church, veinticinco kilómetros más allá a lo largo del camino tan rabiosamente disputado, los grises se detuvieron, resueltos a mantenerse firmes. Las líneas azules, incansables, avanzaron como una monstruosa serpiente, extendiéndose, desplegándose, hiriendo furiosamente, retrocediendo cuando se sentían muy dañadas, pero volviendo a atacar otra vez. En New Hope Church se trabó una desesperada batalla, que se sostuvo durante once días de continuas luchas, en cuyo curso todos los ataques yanquis fueron sangrientamente rechazados. Después, Johnston, desbordado por el flanco una vez más, retiró sus debilitadas líneas otros pocos kilómetros al sur.
Los muertos y heridos de los confederados en New Hope Church fueron numerosos. Los heridos afluían a Atlanta en trenes atestados y la ciudad se espantó. Nunca, ni aun después de la batalla de Chickamauga, había visto la ciudad tantos heridos. Los hospitales se desbordaban y había que colocar a los pacientes en el suelo, sobre balas de algodón, en los almacenes o en otro cualquier lugar que quedara vacío. Todos los.hoteles, todas las casas de huéspedes y todas las residencias particulares estaban llenas de heridos. También la tía Pittypat hubo de recibir algunos, no sin protestar por lo improcedente que le parecía acoger a extraños en casa en un momento en que Melanie estaba muy delicada y la vista de aquellos dolorosos espectáculos podía producirle un parto prematuro. Pero Melanie alzó un poco más aún el aro de su miriñaque, para disimular el ensanchamiento de su talle, y los heridos invadieron la casa de ladrillo. Aquello era un interminable cocinar, tender heridos en el lecho, cambiarles de postura, darles aire... Eran inacabables horas de lavar, escoger y arrollar vendajes, larguísimas noches calurosas sin dormir, oyendo el incoherente delirio de los hombres en la habitación inmediata. Finalmente, la abarrotada ciudad no pudo recibir más heridos, y los muchos que seguían llegando eran enviados a los hospitales de Macón y Augusta.
Aquel aluvión de heridos que transmitían inquietantes noticias, y la creciente marea de asustados refugiados que se apiñaban en la ya superpoblada ciudad, sumieron a Atlanta en un extraordinario bullicio. La nubécula en el horizonte se había convertido en una vasta y sombría nube de tormenta y con su aproximación se filtraba en los espíritus un viento helado.
Nadie había perdido la fe en la invencibilidad del Ejército, pero todos, al menos la población civil, habían perdido la fe en el general. ¡New Hope Church estaba sólo a cincuenta y seis kilómetros de Atlanta! El general se había retirado, con los yanquis a sus talones, ciento cinco kilómetros en tres semanas. ¿Por qué no los contenía en vez de batirse siempre en retirada? Era un loco, si no algo peor. Los viejos barbudos de la Guardia Territorial y los miembros de la Milicia del Estado, muy a salvo en Atlanta, insistían en que ellos hubieran dirigido con más inteligencia la campaña y trazaban mapas sobre los manteles para probar mejor sus asertos. El general, a medida que se vía forzado a retroceder y veía diezmarse las líneas de sus tropas, apelaba desesperadamente al gobernador Brown para que le enviase todos los hombres disponibles; pero las fuerzas del Estado se sentían seguras. Al fin y al cabo, el gobernador se había negado a acceder a igual petición de Jeff Davis. ¿Por qué había de atender al general Johnston?
¡Lucha y retirada, lucha y retirada! Durante veinticinco días y a lo largo de ciento diez kilómetros, los confederados habían combatido casi diariamente. Ahora las tropas grises volvían la espalda a New Hope Church, y esto era un simple recuerdo en una loca confusión de análogas remembranzas; calor, hambre, polvo, fatiga, sonar de pisadas sobre los rojizos caminos llenos de surcos, chapoteos en el barro rojo, retirada, atrincheramiento, lucha... New Hope Church era ya una pesadilla de otra vida, y lo mismo Big Shanty, donde los sudistas hicieron frente a los yanquis, atacándolos como demonios. Pero, aunque se combatiese a los yanquis hasta que todo el campo se cubriera de muertos con uniforme azul, siempre quedaban más yanquis, más yanquis de refresco, siempre persistía aquel siniestro curvarse de las líneas azules hacia la retaguardia confederada, hacia el ferrocarril... ¡y hacia Atlanta! Desde Big Shanty, las tropas, extenuadas y soñolientas, se retiraron camino abajo hasta los montes Kennesaw, próximos a la pequeña población de Marietta, y allí desplegaron sus líneas formando un arco de quince kilómetros. En las escarpadas laderas de la montaña cavaron sus trincheras y plantaron sus baterías en las alturas dominantes. Los hombres, sudorosos, entre juramentos, arrastraron los pesados cañones por abruptas laderas inaccesibles para los mulos. Los emisarios y heridos que llegaban a Atlanta daban seguridades a los empavorecidos ciudadanos. Las alturas de Kennesaw eran inexpugnables. Lo mismo ocurría con el Monte del Pino y el Monte Perdido, próximos a Kennesaw y que también habían sido fortificados. Los yanquis no podrían desalojar de allí a los soldados del viejo Joe y les sería difícil flanquearlos ahora, porque las baterías situadas en lo alto de los montes dominaban todos los caminos en una extensión de varios kilómetros. Atlanta respiró, aliviada, pero...
¡Pero los montes de Kennesaw estaban solamente a cuarenta kilómetros!
El día en que los primeros heridos de Kennesaw llegaron a Atlanta, el carruaje de la señora Merriwether se detuvo ante la casa de la tía Pittypat a la increíble hora de las siete de la mañana y el negro tío Levi transmitió la orden de que Scarlett se vistiera inmediatamente y fuese al hospital. Fanny Elsing y las hermanas Bonnel, despertadas muy temprano de un sueño harto ligero, bostezaban en el asiento posterior y la Mamita de las Elsing iba sentada con aspecto melancólico en el pescante, con un cesto de vendas recién lavadas sobre el regazo. Scarlett se levantó a disgusto. Había estado danzando hasta la madrugada en la reunión dada por la Guardia Nacional y tenía cansadísimos los pies. Maldijo en su interior a la infatigable señora Merriwether, a los heridos y a toda la Confederación del Sur, mientras Prissy le abotonaba su más viejo y estropeado vestido de algodón, que era el que solía usar Scarlett para su tarea en el hospital. Bebió el amargo brebaje de grano tostado y batatas secas que pasaba por café y bajó a reunirse con las muchachas.
Estaba harta de su misión de enfermera. Ese mismo día se había propuesto decir a la señora Merriwether que Ellen le había escrito pidiéndole que fuese a hacer una visita a casa. Pero fue trabajo perdido, porque la digna matrona, con los brazos arremangados y la corpulenta figura envuelta en una amplia bata, le dirigió una severa mirada y dijo:
—Evíteme oírle más tonterías, Scarlett Hamilton. Escribiré hoy a su madre diciéndole que me es usted muy necesaria, y estoy segura de que ella se hará cargo y usted se quedará aquí. Ahora póngase la bata y vaya con el doctor Meade. Necesita que le ayude alguien a vendar heridos.
«¡Dios mío! —pensó Scarlett con horror—. Eso es lo peor de todo. Mamá me hará quedar aquí y yo me moriré si sigo aspirando más tiempo estos hedores. Quisiera ser una vieja para poder tiranizar a las jóvenes, en vez de ser tiranizada yo... ¡Y así podría decir a estas viejas brujas, como la Merriwether, que se fuesen a paseo!»
Sí, estaba harta del hospital, de sus odiosos hedores, de los piojos, de presenciar dolores yp ver cuerpos sucios. Si alguna vez encontró algo de romántico y novelesco en ser enfermera, esto se había disipado hacía más de un año. Además, aquellos hombres heridos en la retirada no eran tan atractivos como lo habían sido los otros. No mostraban el menor interés por ella y apenas sabían decir otra cosa que: «¿Cómo va la lucha? ¿Qué hace ahora el viejo Joe? ¡Cuidado que es listo el viejo Joe!» Pero ella no opinaba que el viejo Joe fuese listo. Lo único que había hecho era dejar que los yanquis penetrasen ciento cuarenta kilómetros en Georgia.
No, aquellos heridos no tenían nada de atractivo. Además, muchos de ellos morían, y lo hacían rápido, en silencio, carentes casi en absoluto de fuerzas para combatir el envenenamiento de su sangre, la gangrena, la tifoidea o la neumonía que contrajeran antes de poder llegar a Atlanta y ser atendidos por los médicos.
El día era caluroso. Por las ventanas abiertas entraban enjambres de moscas, moscas enormes e insistentes que quebrantaban más el ánimo de los pacientes que los dolores que padecían. El hedor y el espectáculo de los sufrimientos oprimían cada vez más a Scarlett. El sudor empapaba su vestido recién almidonado mientras, con un recipiente en la mano, seguía al doctor Meade.
¡Oh, la náusea de tener que permanecer junto al doctor mientras éste, con el brillante bisturí, cortaba la carne lacerada! ¡Oh, el horror de oír los gritos que llegaban de la sala de operaciones cuando se practicaba una amputación! ¡Y aquel desalentador sentimiento de compasión ante el aspecto de los rostros, tensos y palidísimos, de los hombres medio destrozados, de aquellos hombres que esperaban que el doctor se dirigiese a ellos, de aquellos hombres en cuyos oídos resonaban los gritos de los demás mientras aguardaban las aterradoras palabras: «Lo siento muchacho, pero hay que cortar esa mano... Sí, sí, ya lo sé; pero ¿ves estas señales encarnadas? Hay que sacar todo esto...»
El cloroformo andaba tan escaso que sólo se usaba para las amputaciones graves, mientras que el opio se consideraba objeto precioso, únicamente empleado para hacer más dulce la muerte de los agonizantes, no para aliviar el dolor de los vivos. Faltaban la quinina y el yodo. Sí; Scarlett estaba harta, y hubiera deseado poder alegar como Melanie la excusa de un embarazo, única que era socialmente aceptable para las enfermeras en aquellos días.

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