En el tren que la conducía hacia el Norte, aquella mañana de mayo de 1862, Scarlett pensaba
que era imposible que Atlanta fuese tan aburrida como habían sido Charleston y Savannah y, a
pesar de su antipatía por Pittypat y por Melanie, tenía cierta curiosidad por ver cómo había
cambiado la ciudad después de su última visita, en el invierno anterior a la guerra.
Atlanta le había interesado siempre más que cualquier otro lugar, porque cuando era niña
Gerald le había dicho que ella y Atlanta tenían precisamente la misma edad. Cuando fue mayor,
Scarlett descubrió que Gerald había alterado un poco la verdad, como era su costumbre cuando una
ligera modificación podía mejorar una historia. Atlanta tenía sólo nueve años más que ella y esto la
hacía una ciudad •extraordinariamente joven en comparación con todas las demás ciudades que
Scarlett conocía. Savannah y Charleston tenían la dignidad de sus años; por una corría ya el
segundo siglo y la otra entraba en el tercero; a sus jóvenes ojos le causaban la impresión de viejas
abuelas que tomaban plácidamente el sol. Pero Atlanta era de su misma generación, tosca como
suele ser la juventud, y tan obstinada e impetuosa como ella.
La historia que le había contado Gerald estaba fundada en el hecho de que ella y Atlanta
fueron bautizadas en el mismo año. Nueve años antes del nacimiento de Scarlett, la ciudad se llamó
Terminus y después Marthasville; únicamente el año en que nació Scarlett la denominaron Atlanta.
Cuando Gerald fue a establecerse a la Georgia septentrional, Atlanta no existía, ni aun en
forma de aldea; el lugar estaba salvaje y desierto. El año siguiente, esto es, en 1836, el Estado
autorizó la construcción de un ferrocarril que conducía al Norte a través del territorio recientemente
cedido por los indios iroqueses. El destino del ferrocarril (Tennessee y el Oeste) era claro y
definido, pero su punto de partida en Georgia estaba aún incierto, hasta que, después de un año, un
ingeniero colocó un poste en la tierra roja para indicar el término meridional de la línea: Atlanta,
nacida Terminus, empezó a existir.
Entonces no había ferrocarriles en Georgia septentrional y muy pocos en otros lugares.
Durante los años que precedieron al casamiento de Gerald con Ellen, la pequeña colonia, a treinta y
cinco kilómetros al norte de Tara, se convirtió lentamente en una aldea y poco a poco la línea férrea
se extendió aún más hacia el norte. La construcción del ferrocarril verdaderamente había empezado.
De la vieja ciudad de Augusta, un segundo camino de hierro atravesó el Estado hacia occidente,
para unirse con la nueva línea de Tennessee. Desde la antigua Savannah, una tercera vía fue
construida hasta Macón, en el corazón de Georgia, y después hacia el norte, a través de la comarca
donde vivía Gerald, hasta Atlanta, para unirse con las otras dos, dando así al puerto de Savannah
una salida al oeste. En el mismo punto de unión, en la joven Atlanta, fue construida una cuarta línea
que volvía hacia el sudoeste, hacia Montgomery y Mobile.
Nacida de un camino de hierro, Atlanta se desarrolló al mismo tiempo que los ferrocarriles. El
conjunto de las cuatro líneas unía el oeste, el mediodía, la costa y, a través de Augusta, la parte
septentrional con el este. Atlanta, pues, había llegado a ser el punto de cruce para los viajes de norte
a sur y de este a oeste; así la pequeña aldea surgió a la vida.
En un lapso poco mayor que los diecisiete años de Scarlett, Atlanta llegó a ser una pequeña
ciudad de diez mil habitantes y era el centro de la atención de todo el Estado. Las viejas ciudades,
más tranquilas, miraban hacia la joven ciudad más tumultuosa con la sensación de una gallina que
ha empollado un pato. ¿Por qué era tan diferente de las otras ciudades de Georgia? ¿Por qué se
desarrollaba tan pronto? Después de todo, pensaban, no tenía nada especial: solamente sus
ferrocarriles y un puñado de gentes que se abrían camino hacia delante a fuerza de codazos.
Los fundadores de la ciudad, que la llamaron sucesivamente Terminus, Marthasville y
Atlanta, eran verdaderamente gentes llenas de voluntad. Hombres inquietos y enérgicos, de las
viejas regiones de Georgia y de otros Estados más lejanos, eran atraídos a esta ciudad, que se
extendía alrededor del nudo ferroviario. Llegaban allá con entusiasmo. Levantaron sus negocios
alrededor de las cinco calzadas de rojo fango que se cruzaban cerca de la estación, construyeron sus
hermosas casas en las calles Washington y Whitehall, a lo largo de la margen del terreno que
innumerables generaciones de indios calzados con abarcas habían hollado formando un camino que
se llamaba Peachtree Trail. Estaban orgullosos del lugar, orgullosos de su desarrollo, orgullosos de
sí mismos. Las viejas ciudades decían lo que les parecía de Atlanta, pero ésta no se preocupaba.
Scarlett había querido siempre a Atlanta por las mismas razones por las que condenaba a
Savannah, Augusta y Macón. Como ella, la ciudad era una mezcla de nuevo y de viejo, en lo que lo
viejo estaba siempre en conflicto con lo nuevo vigoroso y terco, y siempre sacaba la peor parte. Por
otro lado, había algo de personal, de excitante, en una ciudad que había nacido, o por lo menos
había sido bautizada, en el mismo año que ella había venido al mundo.
La noche precedente había sido lluviosa; pero, cuando Scarlett llegó a Atlanta, un sol cálido
intentaba con valentía secar las calles, que estaban transformadas en torrentes de fango rojo. En el
espacio abierto alrededor de la estación, el suelo estaba surcado y hollado por el continuo afluir del
tráfico, hasta parecerse a una enorme porqueriza; de vez en cuando, los vehículos se hundían en el
barro hasta media rueda. Una caravana incesante de carruajes militares y de ambulancias cargaban y
descargaban trenes de abastecimiento y heridos, aumentando el fango y la confusión cuando
llegaban y partían; mientras sus conductores blasfemaban, los mulos se clavaban en el fango y lo
salpicaban a varios metros de distancia.
Scarlett estaba en la plataforma del tren. Era una graciosa figura palidísima, con su traje de
luto y su velo de crespón que llegaba casi al suelo. Dudaba porque no quería ensuciarse los zapatos
y las faldas, y entretanto miraba a la hilera de carros, coches y calesas, tratando de descubrir a
Pittypat. No se veían trazas de la obesa y colorada señora. Mientras Scarlett miraba ansiosamente,
un viejo negro delgado, con espesos cabellos ensortijados y aspecto de digna autoridad, avanzó
hacia ella sobre el fango, con el sombrero en la mano.
—Señora Scarlett, ¿verdad? Yo soy Peter, el cochero de la señorita Pitty. No se baje en este
barro —ordenó severamente mientras Scarlett se recogía las faldas, preparándose para saltar—.
Tiene tan poco cuidado como la señorita Pitty y se resfriaría si se mojara los pies. Yo la llevaré.
A pesar de su delgadez y su edad, cogió en brazos a Scarlett con la máxima facilidad y,
observando a Prissy que estaba en la plataforma con el niño en brazos, se detuvo.
—¿Es el niño de nuestro amo? Señora Scarlett, esta chica es demasiado joven para criar al
niño del señor Charles. Pero en esto ya pensaremos después. Tú, muchacha, ven detrás de mí y ten
cuidado de no dejar caer al niño.
Scarlett se resignó sin protestar a dejarse llevar en brazos al coche y también a la manera
perentoria con que el tío Peter las trataba a ella y a Prissy. Al atravesar el fango con Prissy, que se
hundía en él refunfuñando detrás de ellos, se acordó de lo que Charles le había narrado a propósito
del tío Peter.
—Ha hecho toda la campaña mexicana con papá, curándole las heridas. En fin de cuentas, fue
él quien le salvó la vida. Prácticamente se puede decir que ha educado a Melanie y a mí, porque
éramos muy pequeños cuando murieron nuestros padres. La tía Pitty había tenido en aquella época
una cuestión con su hermano Henry. Por eso ella vino a vivir con nosotros y también para cuidar de
nuestra educación. Pero es la mujer más inexperta del mundo; ha permanecido a través de los años
como una niña. El tío Peter la trata exactamente como si fuese una chiquilla. No sería capaz de salir
adelante si Peter no se ocupase de todo. Fue él quien decidió que yo debía tener una asignación para
mis gastos, a la edad de catorce años, e insistió para que fuese a la Universidad de Harvard cuando
el tío Henry manifestó el deseo de que yo estudiase allá. Decidió a su tiempo que Melanie se hiciera
un peinado alto y empezase a frecuentar diversiones. Es él quien dice a tía Pitty, cuando el tiempo
está frío o húmedo, que no vaya a hacer visitas, o cuándo debe ponerse el chai... Es el viejo negro
más sagaz que jamás he visto y el más leal. Su único mal es que sabe que es el patrón de nosotros
tres: en cuerpo y alma.
Las palabras de Charles se confirmaron cuando Peter subió al pescante y cogió la fusta.
—La señorita Pitty está toda angustiada porque no ha venido a recibirla. Tenía miedo de que
usted no comprendiera, pero yo he dicho que ella y la señora Melanie se enfangarían y estropearían
los vestidos nuevos y que yo le explicaría a usted, señorita Scarlett... Es mejor que coja usted el
niño. Esa negrita va a dejarlo caer.
Scarlett miró a Prissy y suspiró. La negrita no era la mejor de las niñeras. Su reciente
promoción, desde los vestidos cortos y las trenzas alrededor de su cabeza a la dignidad de un largo
traje de percal y de una cofia blanca almidonada, era algo emocionante para la muchacha.
No habría ascendido a este puesto tan pronto si no hubiese llegado la guerra y las demandas
de la intendencia de Tara, que hacían imposible a Ellen prescindir del trabajo de Mamita, de Dilcey
y también de Rosa o de Teena. Prissy no se había alejado nunca más de un kilómetro de Doce
Robles o de Tara, y el viaje en tren, junto a su ascenso a niñera, era más de lo que podía soportar el
cerebro que estaba encerrado en su pequeño cráneo negro. El viaje de treinta kilómetros de
Jonesboro a Atlanta la había excitado tanto que Scarlett se vio obligada a tener el niño todo el
tiempo. Ahora, la vista de tanta gente y de tantos edificios completó el trastorno de Prissy. Se
agitaba en su asiento, saltaba, brincaba, indicaba lo que veía, y sacudió tanto al niño, que éste se
puso a llorar. Scarlett pensó con nostalgia en los viejos y robustos brazos de Mamita. Bastaba que
Mamita pusiera las manos en un niño para que éste dejase de llorar. Pero Mamita estaba en Tara y
Scarlett no podía hacer nada para remediarlo. Era inútil coger a Wade de los brazos de Prissy:
lloraba igualmente cuando lo tenía ella. De buena gana le hubiera tirado a la chica de las cintas de la
cofia y le hubiera despedazado el vestido. Fingió no haber oído las palabras de Peter.
«Quizás con el tiempo aprenda a tratar a los niños —pensó mientras el coche se tambaleaba y
atrancaba en el fango, delante de la estación—. Pero no conseguiré nunca divertirme con ellos.» El
rostro de Wade se puso rojo de tanto chillar y ella ordenó, de mal humor:
—Dale ese pedazo de azúcar que tienes en el bolsillo, Prissy. Algo para hacerle callar. Sé que
tiene hambre, pero en este momento no puedo hacer nada.
Prissy sacó el pedazo de azúcar que Mamita le había dado por la mañana y los gritos del niño
cesaron. Con la calma que sobrevino y con la nueva vista que se ofrecía a sus ojos, Scarlett empezó
a animarse. Finalmente, cuando tío Peter consiguió sacar el coche de las roderas fangosas y se
dirigió por la calle Peachtree, Scarlett experimentó cierto interés por primera vez en varios meses.
¡Cómo había crecido la ciudad! Había pasado poco más de un año desde que estuvo la última vez y
no parecía posible que aquella pequeña Atlanta estuviese tan cambiada.
El año anterior Scarlett estaba tan preocupada con sus propios pensamientos, tan fastidiada
por cualquier mención de guerra, que no se dio cuenta de cómo Atlanta se transformaba. Los
mismos ferrocarriles que habían hecho de la ciudad el punto de cruce comercial en tiempo de paz
eran de vital importancia estratégica en tiempo de guerra. Alejada de las líneas de batalla, la ciudad
y sus ferrocarriles unían entre sí los dos ejércitos de la Confederación, el de Virginia y el de
Tennessee, con el Oeste. Al mismo tiempo., Atlanta abastecía a los ejércitos de lo que necesitaban y
que provenía del Sur. A causa de la necesidad de la guerra, llegó a ser también un centro industrial,
una base de hospitales y uno de los principales depósitos sudistas de alimentos y suministros para
los ejércitos en campaña.
Scarlett miró en torno, buscando la pequeña ciudad que recordaba tan bien. Había
desaparecido. Lo que veía ahora era como un niño que en el transcurso de una noche hubiese
crecido como un gigante enorme.
Atlanta zumbaba como una colmena, consciente de su importancia en la Confederación, y en
ella el trabajo para transformar una región agrícola en industrial era continuo. Antes de la guerra
había pocas fábricas de algodón, hilado de lana, arsenales y negocios de máquinas al sur de
Maryland, hecho del cual los meridionales estaban muy orgullosos. El Sur producía hombres de
Estado y soldados, plantadores y doctores, abogados y poetas, pero no ingenieros ni mecánicos.
Estas profesiones vulgares eran buenas para los yanquis. Pero ahora que los puertos de la
Confederación estaban bloqueados por los navios de guerra yanquis y que muy pocas mercancías
llegaban de Europa eludiendo el bloqueo, el Sur intentaba desesperadamente construir su propio
material de guerra. El Norte podía recabar de todo el mundo aprovisionamientos y soldados, ya que
millares de irlandeses y de alemanes se enrolaban en el Ejército de la Unión atraídos por el
espejismo de las buenas pagas. El Sur no podía contar más que consigo mismo. En Atlanta había
fábricas de maquinaria que fatigosamente transformaban sus instalaciones para producir material de
guerra; fatigosamente porque había pocas máquinas en el Sur que se pudiesen utilizar, y cada rueda
y diente debían ser fabricados sobre diseños que venían de Inglaterra. Había muchos extranjeros
ahora en las calles de Atlanta. Los ciudadanos que un año antes habían prestado atención al menor
acento que no fuese del país, ahora no se preocupaban de todas las lenguas habladas por europeos
que habían traspasado el bloqueo para venir a fabricar máquinas y municiones. Hombres hábiles,
sin los que la Confederación no habría tenido la posibilidad de fabricar pistolas y fusiles, cañones y
pólvora.
Se sentía casi el latido del corazón de la ciudad, mientras el trabajo continuaba día y noche
para enviar por medio del ferrocarril el material de guerra a los dos frentes de batalla. Los trenes
cargaban y salían a todas horas. De noche los hornos ardían y los martillos batían aún muchísimo
tiempo después de que la población durmiera. Donde el año anterior había terrenos para
construcción ahora había diferentes fábricas de talabartería y zapatería, de fusiles y de cañones,
fundiciones que producían material ferroviario y vagones para sustituir los destruidos por los
yanquis; gran variedad de industrias pequeñas para la fabricación de espuelas, riendas, hebillas,
botones, tiendas de campaña, sables y pistolas. Las fundiciones empezaban ya a sentir la falta de
hierro porque a causa del bloqueo no llegaba nada y las minas de Alabama estaban casi paradas,
debido a que los mineros se hallaban en el frente. No se encontraban ya en los jardines de Atlanta
glorietas de hierro ni estatuas metálicas, cancelas ni barandas; todo fue llevado a las fundiciones. A
lo largo de la calle Peachtree y en las calles adyacentes, estaban los cuarteles generales de los
diferentes departamentos del Ejército, todos llenos de hombres con uniforme: la intendencia, el
cuerpo de transmisiones, los servicios postales, transportes ferroviarios y la policía militar. Al otro
lado de los suburbios estaban los depósitos de la remonta, donde los caballos y mulos se reunían en
vastos recintos, y en las calles laterales se elevaban los hospitales. Por todo cuanto le dijo el tío
Peter, Scarlett llegó a la conclusión de que Atlanta debía ser la ciudad de los heridos, porque los
hospitales generales, así como los de contagiosos y convalecientes, eran innumerables. Cada día, los
trenes que llegaban descargaban nuevos enfermos y heridos.
La pequeña ciudad había desaparecido y la nueva estaba animada de un movimiento y de un
ruido incesante. La vista de tanta gente bulliciosa mareó casi a Scarlett, que venía de la tranquilidad
rural, pero esto le agradaba. Aquella atmósfera excitante la animaba. Era como si sintiera el ritmo
acelerado del corazón de la ciudad latir junto al suyo.
Mientras avanzaba lentamente por la calle principal de la ciudad, observó con interés las
nuevas construcciones y los nuevos rostros. Las aceras estaban repletas de hombres con uniformes
que llevaban las insignias de todos los grados y de todos los cuerpos; en la estrecha calzada se
embotellaban los vehículos: carruajes, calesas, ambulancias, furgones militares guiados por
conductores civiles que blasfemaban, mientras los mulos luchaban por salir del lodo en que se
habían atascado; enlaces que corrían de un cuartel a otro llevando órdenes y despachos;
convalecientes que cojeaban apoyados en las muletas y a los que acompañaba generalmente una
enfermera. Trompetas y tambores y órdenes militares resonaban en los campos de instrucción,
donde los reclutas se transformaban en soldados. Con el corazón en la garganta, Scarlett vio por
primera vez los uniformes yanquis. Ello fue cuando el tío Peter le indicó con la punta de la fusta un
destacamento de hombres de aspecto abatido que eran conducidos a la estación, como una manada
de borregos, escoltados por una compañía de confederados con la bayoneta calada, para ser
internados en campos de concentración, de donde nadie sabía cuándo ni cómo serían liberados.
«¡Oh! —pensó Scarlett con un sentimiento de verdadera alegría, el primero que experimentó
después del famoso convite de Doce Robles—. ¡Cómo me agradará estar aquí! ¡Todo es tan vivo y
excitante!»
La ciudad estaba también más animada de lo que ella creía, porque había docenas de nuevos
bares; las prostitutas que siguen siempre a los ejércitos bullían en las calles y los lupanares se
multiplicaban con gran consternación de las personas temerosas de Dios. Hoteles, pensiones y casas
particulares estaban llenas de huéspedes que venían a vivir al lado de los parientes heridos que se
encontraban en los grandes hospitales de Atlanta. Todas las semanas había bailes, recepciones y
rifas benéficas e innumerables casamientos de guerra (los esposos con permiso, vestidos de gris y
galones de oro, y las esposas elegantes, entre filas de sables desenvainados y brindis hechos con
champaña entrado burlando el bloqueo) y despedidas tristes. De noche, en las oscuras calles
bordeadas de árboles resonaban músicas que venían de los salones donde voces de soprano se unían
a las de los soldados en la agradable melancolía de Las trompetas tocan descanso y Tu carta llegó,
pero demasiado tarde, canciones tristes que traían lágrimas a los ojos de quienes no derramaron
nunca lágrimas de verdadero dolor.
Mientras avanzaban a lo largo de la calle, en el barro blando, Scarlett hizo a Peter gran
cantidad de preguntas a las que el negro respondía indicando acá y allá con la fusta, orgulloso de
mostrar sus propios conocimientos.
—Aquello es el arsenal. Sí, señora, allí hacen cañones y otras armas. No, aquéllas no son
tiendas; son las oficinas del bloqueo. ¿No sabe lo que son las oficinas del bloqueo? Son oficinas
donde los extranjeros compran nuestro algodón confederado y lo mandan a Charleston y
Wilmington, para enviarnos luego pólvora para fusiles. No, señora, yo no sé qué clase de
extranjeros son. La señorita Pitty dice que son ingleses, pero nadie comprende una palabra de lo que
hablan. Sí señora, hay un humo terrible y estropea todas las cortinas de seda de la señorita Pitty.
Viene de las fundiciones y de los trenes de laminaciones. ¡Y qué ruido hacen de noche! Nadie
puede dormir. No, señora, no podemos pasar para verlo, porque he prometido a la señorita Pitty
llevarla pronto a casa... Señora Scarlett, haga una reverencia. Ésas son las señoras Merriwether y
Elsing, que la saludan.
Scarlett recordaba vagamente a dos señoras que se llamaban así, llegadas de Atlanta a Tara
para su boda y que eran las mejores amigas de tía Pittypat. Se volvió rápidamente hacia la parte
indicada por Peter y se inclinó. Las dos señoras estaban sentadas en un coche delante de una tienda
de ropas. El propietario y dos dependientes estaban en la puerta con los brazos llenos de piezas de
tejidos de algodón, que ellas examinaban. La señora Merriwether era una mujer alta y corpulenta
con el corsé tan ajustado que su seno surgía hacia delante como la proa de una nave. Sus cabellos
grises parecían más abundantes por una franja de rizos postizos que eran descaradamente morenos,
desdeñando adaptarse al resto de la cabellera. Tenía una cara redonda y colorada que reflejaba su
bondadosa inteligencia y su costumbre de mandar. La señora Elsing era más joven; una mujercita
delgada y frágil, que había sido una maravilla y que aún conservaba el recuerdo de la frescura
desvanecida y un aire elegante e imperioso.
Aquellas dos señoras, con una tercera, la señora Whiting, eran las columnas de Atlanta.
Dirigían en todo las tres parroquias a las que pertenecían, el clero, los coros y los fieles;
organizaban tómbolas y presidían comités de trabajo, bailes y meriendas; sabían quién hacía un
buen matrimonio y quién no; quién bebía a hurtadillas y quién esperaba un niño y para cuándo.
Eran la verdadera autoridad en materia de genealogía de cualquier familia de Georgia, de Carolina
del Sur y de Virginia, y no se preocupaban de los otros Estados porque estaban convencidas de que
las personas de importancia sólo provenían de estos tres Estados. Sabían cómo se debía comportar
la gente y cómo no, sobre todo cuando se trataba de personas de rango, y no se privaban de decir
abiertamente lo que pensaban: la señora Merriwether con acento chillón, la señora Elsing con
distinguida voz melosa y la señora Whiting en un murmullo desolado que mostraba cuánto le
desagradaba hablar de ciertas cosas. Estas tres señoras se detestaban recíprocamente la una a la otra,
como los primeros triunviros de Roma; su estrecha alianza se debía probablemente a aquellas
mismas razones.
—He dicho a Pitty que deseo que usted me ayude en mi hospital —gritó la señora
Merriwether, sonriendo—. ¡Así que no se comprometa con la señora Meade o Whiting!
—Me guardaré bien —respondió Scarlett, que ignoraba completamente lo que quería aquella
señora, pero experimentaba una sensación agradable al verse bien acogida y saberse deseada—.
Espero verla bien pronto.
El coche continuó su camino y se detuvo un momento para dejar que dos señoras que llevaban
una cesta llena de vendas atravesaran la calle cenagosa poniendo los pies en algunas piedras que
sobresalían. Al mismo tiempo, los ojos de Scarlett se fijaron en una figura que estaba en la acera,
vestida con un traje vistoso, demasiado elegante para la calle, y con un chai de largos flecos que le
llegaban a los pies. Al volverse la figura, Scarlett vio a una mujer alta y bella, con una masa de
cabellos rojos, demasiado rojos para ser naturales. Era la primera vez que veía una mujer de la que
podía estar segura que «había hecho algo a sus cabellos» y la observó descaradamente.